Cada segundo se diagnostican millones de trastornos psiquiátricos: trastornos ansioso depresivo, depresión, trastorno limite, anorexia, trastorno bipolar….y un largo etcétera. Ante esos diagnósticos, se reacciona etiquetando al paciente o cliente, según la orientación del susodicho profesional, y recetándole mil medicamentos o echando mano de la cantidad de tratamientos psicológicos eficaces propios del mal que se haya descubierto. Y ahí….en ese momento, la persona se siente enferma, diferente al resto y encorsetada ante la sociedad en un problema que no solo lo estigmatiza, sino que también a veces le cierra puertas y oportunidades en su vida.
Porque tener un trastorno o problema psicológico es un drama. Un peregrinar entre psicólogo y psiquiatra, dado la gravedad estimada, y tomar un sinfín de pastillas para anestesiar un cerebro que a priori funciona mal. Acudir semanalmente a terapia, ocultar el que va a un psicólogo y el que se necesita ayuda. Y todo esto, en realidad, a veces genera aún más estrés y más fobia social, genera un rechazo de la persona hacia ella misma por sentirse incapaz de salir de esta, por ser tratada a veces de forma impersonal y fría, por sentirse incomprendida e incapaz. Y esas pastillas, que algunos han llegado a llamar las pastillitas de la felicidad, anestesian el alma, los sentimientos y emociones y reprimen los derechos más humanos que tenemos…el derecho a sufrir, a llorar y a aprender a gestionar eso.
Sin duda estamos ante una era extraña. No es problema nuestro el estar mal. Hay profesionales que culpan a las ondas cerebrales que no se ajustan a la realidad, o que no tienen la suficiente fuerza y mandan ejercicios con cables muy sofisticados mientras el paciente en este caso, nunca mejor dicho porque no hace nada, se sienta a trabajar su problema mediante electro estimulación. Nuestro problema es que nos falta serotonina, nos sobra noradrenalina o la corteza prefontal cingulada está menos desarrollada. Y mediante palabras y técnicas muy llamativas, trabajamos un problema que no es nuestro…es de nuestro cerebro.
Y así…de golpe y porrazo, volvemos a ser reduccionistas, volvemos al cerebro, esta vez no a tocar sus protuberancias en la cabeza para detectar bultos extraños que indiquen casi sin la menor duda que esa persona tiene algo raro…sino más allá. Porque somos más avanzados y ya no nos centramos en lo superficial si no vamos al origen…al interior del cerebro y ver allí sus protuberancias. Y regresamos al eterno debate de si el cerebro nos controla o lo controlamos a él. Y mientras, la persona que se siente mal, que necesita ayuda porque no sabe atajar su problema, su vida, su dolor, se siente cual conejillo de indias mientras investigan y le miran su interior…detectando ondas cerebrales incorrectas.
Estamos en la era de trabajar la atención mediante técnicas novedosas, de trabajar los distintos problemas usando medicamentos de tercera generación, de mejorar la inteligencia manipulando directamente el origen de ésta, de anestesiar las emociones.
Y me pregunto: en todo esto, ¿Dónde queda el ser? ¿Dónde queda nuestra parte humana? ¿La conciencia? ¿La culpa? ¿Las emociones? ¿El amor, el luto, la impotencia, el miedo? Todo se reduce a algo….¿eléctrico?
Cuando trabajas con una persona que ha decidido acabar con su sufrimiento, esa persona no te confía su cerebro, te confía algo que no se ve aun…mediante las tecnologías actuales. Te confía lo que piensa, lo que siente, lo que ha vivido y lo que ha perdido, sus metas y sus logros, sus fracasos. Busca a alguien que lo escuche, que lo oriente, que no lo juzgue o lo estigmatice como enfermo mental, busca sentir seguridad, busca llorar sin que la sociedad le diga que llorar es malo, busca una manera de enfrentarse a problemas que a lo mejor jamás ha sabido gestionar. Busca a otra conciencia humana, busca empatía. Y el hecho de sentarse y sentirse seguro, hace que sus ondas cerebrales ya cambien. El empezar a hablar hace que la atención se focalice, el llorar o reír hace que el lóbulo frontal trabaje. Una persona que cambia sus pensamientos, que empieza a ver la vida de otro color, una persona que se autogestiona, que sabe qué hacer si le vuelve a pasar, una persona que ve que el profesional que lo ayuda no pretende cambiarlo, si no mejorar lo que es, que solo va a trabajar en aquello que esa persona demande porque al fin y al cabo, ¿quiénes somos nosotros para decir que alguien es normal o no? ¿Qué sabemos nosotros de la normalidad si la sociedad es cambiante, aparecen y desaparecen trastornos, cambian las teorías…pero las personas siguen sufriendo? ¿Quiénes creemos que somos los profesionales para decidir sobre la persona que nos abre su alma que vamos a transformarlo en otro?
Cuando alguien entra en mi consulta, me quito los prejuicios. Ya no soy yo ,soy una persona libre de prejuicios y de moral y ética. Solo escucho…y pregunto. Y veo la necesidad. Y ayudo a gestionar la incapacidad que esa persona me manifiesta tener, o le enseño cómo llevar mejor un fracaso para los siguientes que van a venir, porque la vida es inesperada. Escucho que es aquello que le hace sentirse mal y por supuesto enseño que vivir en sociedad es respetar. Tanto al otro, como a uno mismo. Y que la libertad siempre y cuando no dañes al otro, es un derecho inamovible de todos los seres humanos. Y aprendo de cada persona que me necesita. Aprendo más que en cualquier máster o curso.
Porque no me gustaría crear una sociedad de perfectos seres humanos según me dicta la norma del siglo que nos ocupa, porque es una falacia más. No quiero seres pragmáticos y fríos que mantengan sus emociones a raya para que la depresión no llegue.
Quiero ayudar a las personas a que sean libres, a que estén locas, y lloren y rían y hagan cosas inesperadas y disfruten de la vida. Y amen con locura y con cordura, a ellos mismos…y si les queda amor al resto. Quiero ayudar a que la gente ría, a que la agente se atreva y sea valiente porque el fracaso no da miedo, da miedo el hastío de una vida llena de medicamentos que paralizan nuestras emociones y nos hacen estar aturdidos. Da miedo no ser capaz de vivir, de perder el tiempo, porque éste no se recupera.
Me gustaría dar alas, enseñar a volar, enseñar a valorar la libertad y a usarla para ser felices, independientemente de que eso a veces, nos haga sufrir. Porque solo tras un invierno de lluvia y tormenta aparecen las más bellas y únicas flores.